venerdì, agosto 19, 2011

El olvido que seremos

Ya somos el olvido que seremos.

El polvo elemental que nos ignora

y que fue el rojo Adán, y que es ahora,

todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas

del principio y el término. La caja,

la obscena corrupción y la mortaja,

los triunfos de la muerte, y las endechas.

No soy el insensato que se aferra

al mágico sonido de su nombre.

Pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra.

Bajo el indiferente azul del Cielo

esta meditación es un consuelo.

/ Borges.


Describir, a grandes rasgos, esta autobiografía del antioqueño Héctor Abad Faciolince es sencillo: una recopilación de memorias sobre su padre y mejor amigo, el médico Héctor Abad Gómez. Adentrarse en los oscuros universos que plantean dilemas existenciales como la muerte, la felicidad dionisiaca, el alma partida en dos por la pérdida de un ser amado, ya no lo es tanto.

Los que me conocen de hace tiempo saben de mi pasión por este tipo de libros tan íntimos donde el escritor no deja entrar en su mundo (dentro de lo posible, claro está), porque incluso cuando en las novelas siempre está implícita su esencia es este tipo de obras sobre el duelo donde la realidad cobra un sentido diferente, superando la fantasía. Como Isadora Duncan describiendo a sus hijos ahogándose en el Sena, Isabel Allende atravesando el atlántico con su hija en coma profundo, Fernando Vallejo añorando a su abuela Raquel Pizano y a su perra Bruja, o Joan Didion narrando la súbita muerte de su esposo mientras cenaban tranquilamente en su departamento de Nueva York.

El padre de Faciolince, luchador social, soñador, idealista y defensor de los derechos humanos es asesinado en las escalinatas del sindicato de maestros de Medellín, víctima de la represión e impunidad que se viviera en mi amada Colombia hace unas décadas (lo que ahora entendemos perfectamente en el paraíso de las oligarquías, alias México). Esa tarde al abrazar el cuerpo inerte de su padre y sobre un charco de sangre, Faciolince saca de uno de los bolsillos de su padre una servilleta doblada con una transcripción del fragmento de Borges: “El olvido que seremos” y en honor a ese recuerdo es que ha escrito estas memorias.

Por eso y muchas más razones me es imposible disociar este libro de "Los días azules" y "Entre fantasmas" de mi maestro Vallejo, pues en ambos se cuestiona entre líneas el significado de la vida y hay, una añoranza profunda de los paisajes bucólicos de las fincas de Antioquia, los recuerdos de la infancia y la nostalgia de los días pasados, pero también, su animadversión por la típica falta de tolerancia de algunos dirigentes de la iglesia católica, quienes en la ignorancia de muchos pueblos en Latinoamérica han encontrado las condiciones perfectas para lo que describe, en una parte de este libro, como "una segunda colonización".

La violencia en Colombia, la lucha perenne entre conservadores y liberales y lo efímero de la vida son también buenas semejanzas entre ellos, porque mientras Vallejo (citando a Heráclito) jura y perjura que nunca volveremos a bañarnos en las aguas del mismo río, Faciolince acepta que en cierto modo ya estamos muertos.

Dice, Faciolince, que una de las paradojas más tristes de su vida es que casi todo lo que ha escrito lo ha escrito para alguien que ya no puede leerle: una sombra. Y es eso mismo, lo que hace más hermoso su trabajo, esa impotencia de decir lo que ya no puede llegar a su destino, el amor profundo a un padre amoroso que incluso los que tuvimos uno golpeador y misógino disfrutamos, y hasta cierto punto comprendemos.

A mí me gustan las historias tristes, como esas historias retorcidas de Roberto Bolaño o los finales tristes de Stendhal, siempre las he preferido sobre esos anodinos finales felices, quizás sea porque tuve una infancia diferente a las demás pero es algo que disfruto enormemente, es un poco como en esa escena de Habbibal donde las palomas volteadoras suben lo más que pueden para luego dejarse caer al vació y remontar el vuelo al casi rozar el suelo. Algún día me voy animar a escribir un poco de esto, y no será una historia fácil. Como tampoco lo es, "El olvido que seremos".

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“Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara. Nunca dijo que no. Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar”.

“Yo sentía por mi papá lo mismo que mis amigos decían que sentían por la mamá. Yo olía a mi papá, le ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar en la boca, y me dormía profundo hasta que el ruido de los cascos de los caballos y las campanadas del carro de la leche anunciaban el amanecer. Mi papá me dejaba hacer todo lo que yo quisiera. Decir todo es una exageración. No podía hacer porquerías como hurgarme la nariz o comer tierra; no podía pegarle a mi hermana menor ni-con-el-pétalo-de-una-rosa; no podía salir sin avisar que iba a salir, ni cruzar la calle sin mirar a los dos lados; tenía que ser más respetuoso con Emma y Teresa —o con cualquiera de las otras empleadas que tuvimos en aquellos años: Mariela, Rosa, Margarita— que con cualquier visita o pariente; tenía que bañarme todos los días, lavarme las manos antes y los dientes después de comer, y mantener las uñas limpias... Pero como yo era de una índole mansa, esas cosas elementales las aprendí muy rápido. A lo que me refiero con todo, por ejemplo, es a que yo podía coger sus libros o sus discos, sin restricciones, y tocar todas sus cosas (la brocha de afeitar, los pañuelos, el frasco de agua de colonia, el tocadiscos, la máquina de escribir, el bolígrafo) sin pedir permiso. Tampoco tenía que pedirle plata. Él me lo había explicado así: —Todo lo mío es tuyo. Ahí está mi cartera, coge lo que necesites”.

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“Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas”.

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“Hay períodos de la vida en los que la tristeza se concentra, como de una flor se dice que sacamos su esencia, para hacer perfume, o de un vino su espíritu, para sacar el alcohol. Así a veces en nuestra existencia el sufrimiento se decanta hasta volverse devastador, insoportable. Y así fue la muerte de mi hermana Marta, que dejó destrozada a mi familia, tal vez para siempre”.

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"Cuando acabó de entrar el líquido, mi hermana, sin decir una palabra, y sin abrir los ojos, sin convulsiones ni ronquidos, dejó de respirar. Y mi papá y mi mamá, al fin, después de seis meses de estarse conteniendo, pudieron echarse a llorar delante de ella. Y lloraron y lloraron y lloraron. Y todavía hoy, si él estuviera vivo, lloraría al recordarla, tal como mi mamá no ha dejado de llorar, ni ninguno de nosotros, si lo vuelve a pensar, porque la vida, después de casos como este, no es otra cosa que una absurda tragedia sin sentido para la que no vale ningún consuelo."

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“La compasión es, en buena medida, una cualidad de la imaginación: consiste en la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de imaginarse lo que sentiríamos en caso de estar padeciendo una situación análoga. Siempre me ha parecido que los despiadados carecen de imaginación literaria —esa capacidad que nos dan las grandes novelas de meternos en la piel de otros—, y son incapaces de ver que la vida da muchas vueltas y que el lugar del otro , en un momento dado, lo podríamos estar ocupando nosotros”.

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“En últimas, en asuntos de religión, creer o no creer no es sólo una decisión racional. La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro sentido, que es casi imposible de desaprender. Si en la infancia y primera juventud se nos inculcan creencias metafísicas o si por el contrario nos enseñan un punto de vista agnóstico, o ateo, llegados a la edad adulta será prácticamente imposible cambiar de posición. Los niños nacen con un programa innato que los lleva a creer, acríticamente, en lo que afirman con convicción sus mayores. Es conveniente que sea así pues qué tal que naciéramos escépticos y ensayáramos a cruzar la calle sin mirar, o a probar el filo de la navaja en la cara para ver si corta de verdad, o a internarnos en la selva sin compañía. Creer a ciegas lo que le dicen los padres es una cuestión de supervivencia, para cualquier niño, y en eso caben los asuntos de la vida práctica como también las creencias religiosas. No creen en fantasmas o en personas poseídas por el demonio quienes los han visto, sino aquellos a quienes se los hicieron sentir y ver (aunque no los vieran) desde niños”.

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“Sólo quienes estén, desde muy temprano en la vida, expuestos a la semilla de la duda, podrán dudar de una u otra de sus creencias. Con una dificultad adicional para el punto de vista que desconoce la vida espiritual (en el sentido de seres y lugares que sobreviven después de la muerte o que son preexistentes a nuestra propia vida), que consiste en que probablemente, por una cierta agonía existencial del hombre, y por nuestra torturadora y tremenda conciencia de la muerte, el consuelo de otra vida y de tener un alma inmortal, capaz de llegar al Cielo o capaz de trasmigrar, será siempre más atractiva, y dará más cohesión social y sentimiento de hermandad entre personas lejanas, que la fría y desencantada visión en la que se excluye la existencia de lo sobrenatural. Los hombres sentimos una honda pasión natural que nos atrae hacia el misterio, y es una labor dura, y cotidiana, evitar esa trampa y esa tentación permanente de creer en una indemostrable dimensión metafísica, en el sentido de seres sin principio ni final, que son el origen de todo, y de impalpables sustancias espirituales o almas que sobreviven a la muerte física. Porque si el alma equivale a la mente, o a la inteligencia, es fácil de demostrar (basta un accidente cerebral, o los abismos oscuros del mal de Alzheimer) que el alma, como dijo un filósofo, no sólo no es inmortal, sino que es mucho más mortal que el cuerpo”.

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“La cronología de la infancia no está hecha de líneas sino de sobresaltos. La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos”.

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“Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido alguien mucho menos feliz”.

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giovedì, agosto 04, 2011

El aroma del domingo

La primera vez que Carmen vio a Iván supo que le robaría el corazón. Aún recuerda como si fuera ayer aquél traje italiano gris que hacía juego con su corbata a rayas azules y los zapatos negros bien lustrados. Pero lo que nunca olvidará, ni en el último de sus días es ese aroma amaderado que parecía desprenderse lentamente de su piel bronceada, como diamantes invisibles portadores de efluvios eternos.

Todo esto pasó un lunes en aquél lujoso almacén donde Carmen era encargada de entregar muestras de perfumes, por eso había aprendido a reconocer la esencia de un hombre por su aroma: Cítricos para jóvenes (y no tanto), que también le huían a los compromisos; dulzones para los de gustos anodinos y los otros, los de maderas -como el de Iván- para los elegantes, y los que casi nunca tendrían única dueña.

Es así como Iván, siempre acostumbrado a las miradas del sexo opuesto ese día pasó de largo por el mostrador de Lanvin, donde atendía Carmen. ¿Qué hizo entonces que él volteara? nunca lo supo a ciencia cierta, pero intuía que eran tantas las feromonas que habían explotado dentro de su ser, tan imperiosas las ganas de que él le notase, que por alguna razón lograron que Iván se detuviera y girase lentamente hacia ella, una mirada que a él, tan acostumbrado a ser deseado le supo diferente a las otras.

Fue un instante detenido en el tiempo, como si al mirarse se desnudaran mutuamente y su piel adquiriera la sensibilidad de un pétalo de rosa, o la ternura de un clavel. A Carmen le gustaba recordar así ese día, entre aromas de bosque y de flores. Su Iván había llegado a su vida. Qué importaba lo demás, qué más daba si el fin de mes se acercaba y si aún estaba liada para pagar la renta. En ese instante había dejado de importar la compañera de al lado, veinte años más joven, de piel tersa y a la que todos los clientes se dirigían dejándole onerosas comisiones de más del doble del que ella percibía. Y por supuesto, en ese instante no importaba lo mucho que Adrián la había lastimado, como aquél día que estando ebrio por primera vez la acariciaba y le decía que pensándolo bien no era tan fea.

Por eso, en ese instante todo lo demás no existía, el sol que se colaba por el enorme domo multicolor del almacén y que tenía formas barrocas iluminaba su rostro. Desde lejos un niño los miraba curioso del brillo en sus ojos agarrado del brazo de su madre, que a su vez eran seguidos por su muchacha quien cargando las bolsas soñaba con comprar un vestido de ahí algún día.

Y así duraron un buen rato, no recuerda bien cuanto pero que le supo eterno, hasta que por fin él le preguntó con una sonrisa preciosa que si se conocían de alguna parte, Y hablaron de todo y de nada, de lo humano y lo divino. Él le contó que siempre había usado Dolce & Gabbana tradicional, y le preguntó que si era nueva porque no le había visto antes. Después le dijo que había quedado para beber un café con compañeros del trabajo y partió de ahí dejando a Carmen con la promesa de recogerla el viernes a las nueve.

En ese momento y sin saberlo, Iván le había dado una razón para sentirse viva. Y es que hacía tanto que en su vida había tanta rutina. El despertador a las siete, poner el pie derecho en el suelo al levantarse de la cama por aquello de la mala suerte e ir por un café aguado para coger el valor suficiente de enfrentar el día. Desayunar algo de fruta y fibra por si lograba por fin comenzar su dieta sin arruinarla al llegar la cena y zamparse de pan y mermeladas, viendo con envidia las vidas felices de los príncipes de gales en la tele.

Ese día, el resto de su día fue diferente. Ahora comenzaba a cobrar sentido aquella dieta, y entonces le vino a la mente que para esa noche sería bonito pintarse las uñas de rojo y estrenar por fin ese vestido negro que había comprado a plazos con su tarjeta de empleada. Por fin usaría lencería bonita que le había traído su jefa de su viaje a Colombia y no las bragas grandes de siempre, incluso usaría sandalias altas y sin medias.

Una chispa se había encendido en Carmen, una sensación de nervios en el estómago que le ponía la piel al borde y los nervios de punta.

Quién sabe si esta vez sería diferente, si esa mirada sería la misma que vería todos los días al despertarse por la mañana al abrir la ventana para dejar que se colaran los rayos del sol, si irían juntos al súper mientras él le comentaba lo que le gustaban las novelas negras de Henning Mankell y ella le escogía los duraznos más rojos, porque a Iván le gustarían los duraznos.

Quién sabe si sería divorciado, con hijos profesionistas o si como su aroma había vaticinado sería un hombre casado y en cuyo caso las ilusiones de Carmen se convertirían en agua que cae al suelo y se evaporarían bajo un sol extenuante.

O quizás, tal vez, la despertaría con un beso en la nariz por la mañana para luego decirle lo bonita que se ve sin maquillaje, con esos nuevos pliegues en el rostro para luego desayunar en el parquet sin muebles de su nuevo piso de paredes blancas y ventanas grandes, por donde se colaría el aire moviendo las cortinas y dejando entrar el aire del domingo.

Porque el domingo huele diferente.

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